viernes, enero 28, 2005

El asesino inocente

Por Gabriela Zayas

El tiempo aquí fuera pasa de otro modo. El tiempo no tiene una sola interpretación. Todos saben que sus ritmos son variables. El tiempo aquí, el tiempo en que te recuerdo, es infinitamente lento. Salgo del piso. Camino hacia el Portal del Ángel. Tengo tiempo y miro con detenimiento los escaparates de anticuarios, de marquistas; las galerías comerciales, las tiendas de discos, los bares. Atravieso las Ramblas y la calle Canuda antes de llegar a la Plaza. Entro en el café de la Catedral, todavía cerca de donde ocurrió aquel parricidio que aún recuerdan en el barrio, por su horrible crudeza.
Nadie conocía a aquel chico, me dice mi casual compañera de mesa. El bar está lleno hasta los topes y me ha pedido que la deje sentar mientras bebe su copa de cerveza. Me conocía de vista, me dice, me ha visto en otras ocasiones por aquí. Asiento. Didier, me cuenta, fue condenado a cumplir la pena en el Hospital Psiquiátrico de Reus hasta llegar a la mayoría de edad. Después, sería liberado. Un niño aislado, que desconocía el mundo que se extendía más allá de los visillos de la ventana. Al parecer, la mayor parte del tiempo la había pasado en una cuna, dormido o drogado. Su único entretenimiento fue mirar y mirar a su alrededor, haciendo un día tras otro de su corta vida, el monótono catálogo de los objetos de la habitación: la colcha de la cama de su madre, las figuras de un belén que años atrás se había montado y no había sido guardado. Las botellas de colonia, los frascos de crema, los pintalabios de Julie.
Mi desconocida narradora era una mujer cuyos ojos me recordaban vivamente los tuyos. De ahí que la escuchara con absoluta atención y accediera, gustoso, a escuchar la truculenta historia de aquel crimen.
Julie, la madre, era una mujer aún atractiva. Cuando digo “aún”, me refiero, me dijo mi narradora, a que todavía las arrugas que surcaban su rostro la hacían parecer interesante, todavía no decrépita. Su cuerpo seguía siendo grácil, pero la sonrisa no acababa de cuajar en el delicado rostro. Siempre vestida de negro y con sencillez, recordaba a todos la época en que Saint Germain se hallaba lleno de cuevas de jazz y la “bohemia” aún existía. Julie se parecía a aquella cantante ¿Yo no la conocía? ¿no había oído hablar de ella? Se llamaba Juliette Greco. Estuvo muy de moda en mis años de juventud, dijo mi narradora. Claro que yo era demasiado joven para conocerla. El caso es que, delgada y distante, Julie, una francesa que hablaba con dificultad el castellano, iba y venía, abría y cerraba la puerta del portal, sin intercambiar palabra con nadie. Por eso mismo, nadie sabía que en su vida existía un secreto: la existencia de Didier, su presencia, hacía años, en la casa.
La mañana que Didier salió a la calle por vez primera, semidesnudo, manchado de sangre y balbuceando incoherencias, no se pudo establecer en un primer momento de dónde provenía. Bastante alto y encorvado, el albornoz azul con ositos blancos que vestía le llegaba apenas a cubrir las nalgas. Los brazos difícilmente entraban en las mangas. Le cubrían hasta los codos, apretando sus macilentas carnes. La blancura extrema del rostro y de todo su cuerpo revelaban bien a las claras que no había sido expuesto directamente a la luz del sol. Azorado, el muchacho se quedó hecho un ovillo en la acera, con los ojos cerrados y los labios temblando, a unos cincuenta metros de su domicilio. Casi enseguida, personas solícitas y extrañadas le rodearon ¿Qué ocurre, chaval? Su balbuceo no cesó, pero era ininteligible. No lloraba (después se comprobó, dijo mi narradora, que ni siquiera al sufrir un daño físico, un golpe fuerte o una caída, Didier era capaz de llorar: no conocía el consuelo de las lágrimas). Se le veía abatido y confuso y su mirada era errática. Nadie se atrevió a tocarlo hasta la llegada del SAMUR.
Entre las calles de este barrio de estudiantes, de artistas y de malvivientes, te recuerdo, querida mía. Recorro estas calles observando todas las nucas, buscando en todos los ojos. Esperando que un día, por un extraño milagro (pero qué digo: todos los milagros son extraños y ésa es, precisamente, su naturaleza), vengas a mí o vislumbre tus cabellos o tu cuello. Tu estrecha cintura, tus hermosas, sinuosas caderas. Sueño con frecuencia que me buscas en la estrecha calle. Que llamas a mi puerta. Cada vez que suena el timbre me sobresalto, pensando en ti; late mi corazón aceleradamente por ti, hasta parecer que va a estallarme dentro del pecho; mis dedos esperan tus mejillas, tus sienes, tus cabellos; mi boca muerde la tuya, antes de besarla. Pero nunca eres tú. Tú no llamas nunca a mi puerta. El tiempo eternizado de tu pérdida me inunda mansamente: la certidumbre de tu pérdida. Mis ojos ya no te lloran. Tu ausencia es ya sustancial en mí. Inquieto con tu recuerdo, desosegado, vuelvo a mirar los ojos de mi interlocutora y vuelvo a la historia de Didier. Mientras la narra, la mujer fuma compulsivamente. Mira hacia el vacío o hacia la copa de cerveza que bebe lentamente. Evita mi mirada al narrar la terrible historia. Mi mirada escrutadora, fija en ella, atenta.
Poco después de llegar el SAMUR, llegó también la policía. Se siguió el breve rastro de sangre que el muchacho había dejado tras de sí en sentido inverso y penetraron en el portal, subieron la escalera, abrieron la puerta y hallaron el lugar del crimen.
Allí se hallaba el cadáver decapitado de una mujer, cuidadosamente colocado dentro de la cuna en la que luego se supo que había dormido Didier desde su nacimiento. Una cuna romántica, inocente como todas las cunas, pintada de blanco y con los esbeltos barrotes torneados. Sobre la cama de matrimonio que se hallaba en la misma habitación, fue encontrada la cabeza, depositada sobre una de las almohadas.
La autopsia demostró después que Julie no había sido violada. Sin embargo, su cuerpo había sido cubierto con saliva y después, rociado con el semen del adolescente de 13 años. La cabeza había sido lavada, me dijo, estremeciéndose, mi narradora. Didier había removido todo rastro de sangre. El cabello había sido secado y peinado. En el rostro destacaba un “rouge” intenso de Chanel. Tenía una expresión tranquila. Sí, tranquila. No era más que una cabeza limpia, perfectamente colocada encima de un almohadón. Ominosa, la cabeza casi esbozaba aquella sonrisa que en vida de Julie no había conseguido cuajar.
Mientras escucho la historia, impasible, recorro el rostro de la mujer del bar. Miro sus manos nerviosas, que van del cigarrillo al cenicero y luego a la copa de cerveza. Y miro su boca, que se abre y cierra al articular la narración y al fumar y al beber el dorado líquido. Miro también la ceniza acumulada en el cenicero, inmunda. Al mirar sus manos blancas me vienen a la memoria tus blancas manos, tan dulces, tan pequeñitas. Tus dedos finos, las afiladas uñas con que arañaste mis manos y mi rostro, querida madre mía, mientras yo te cortaba el grácil cuello. Una vez terminadas la historia del niño asesino y la copa de cerveza, he invitado a la mujer narradora a tomar una segunda copa en mi piso de la Calle Escudellers. Y ella ha aceptado, sonriente. Desde luego, tiene una hermosa cabeza.